Sigue pensando cuando una patada lo derriba, dejándolo de rodillas en el suelo de madera, lo que hace que la muchedumbre grite aún con más fuerza, cosa que hace un momento hubiese jurado que era imposible. Está arrodillado y no se ha dado cuenta, pero el taco de madera ya bloquea su cabeza y sus manos. Podría luchar, patalear, revolverse e incluso gritar, pero eso sólo haría que la gente gritase aún más fuerte, y no planea quedarse sordo antes de morir. Así que no tiene más remedio que mirarles a los ojos y allí lo ve todo: ve como ellos anticipan su muerte, como la desean, sus ganas de ver la sangre correr y el grito que acompañará el momento; ve como después todo seguirá igual, otro rey morirá en la misma plaza, otros gritos despedirán su vida y así un millón de veces; ve como el sol nunca dejará de salir así como la gente no dejará de morir a manos de otros, y siempre habrá alguien que se alegre de ello; comprende que el hombre es un lobo para sí mismo, para su vecino y cualquiera que se cruce en su camino.
Escucha la hoja caer. Siente como corta cada centímetro de aire que la separa de su sudorosa nuca. También siente como toca su piel, poco a poco, alcanzando la epidermis, dermis, músculo y hueso, en un beso tan fiero que la separa del resto de su cuerpo. Y da las gracias, porque si no fuese por la prisa de la guillotina, lo que acababa de ver también le hubiese hecho perder la cabeza.
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